Jorge Vázquez Ángeles
Para un hombre acostumbrado a viajar en ferrocarriles que corrían a más de noventa millas por hora, la travesía desde Ciudad Juárez le resultó lenta y aburrida. Esa fue la confesión que el campeón de peso completo Jack Dempsey hizo a Sportsman y Little Ball, cronistas deportivos del periódico Excélsior que lo alcanzaron en la estación de Teoloyucán, Estado de México, a sólo treinta y seis kilómetros de la Ciudad de México. Cuando subieron al vagón, la tarde del 27 de octubre de 1925, Dempsey jugaba al póquer pero suspendió la partida para recibir a los reporteros. Tras las presentaciones de rigor, los tres personajes entraron a un apartado dentro del mismo vagón donde conversaron brevemente. El campeón norteamericano se sentía incómodo porque durante el viaje no había podido ejercitarse como acostumbraba, y por haber dejado sus negocios en Los Ángeles, California: la administración de su lujoso Hotel Santa Bárbara, la venta de lotes, sus minas y las películas en las que malamente actuaba. Sin embargo se sentía feliz de estar en México. Le gustó que a lo largo de la ruta, en cada estación donde se detenía, cientos de personas lo esperaban para conocerlo. Señaló que le causaba pena ver tanta pobreza, aunque no al nivel de la miseria que había visto en Europa y en otros países donde había estado. Jimmie Fitten, otro boxeador que lo acompañaba, contaría después a los cronistas que Dempsey repartió tanto dinero entre los pobres mexicanos que prácticamente se quedó sin nada, condición que para el campeón nacido en Manassa, Colorado, en 1895, resultaba familiar. Proveniente de una familia de granjeros pobres, el pequeño William Harrison Dempsey, apodado Jack, desempeñó diversos oficios, trabajando en campos madereros, minas y astilleros. Después se trasladaría a Utah donde comenzaría a boxear para ganarse unos dólares extras. Ya en compañía de su manager Jack Kearns, Dempsey fue ganando un poco más de dinero, lo que le permitió comprar para sus padres dos acres de tierra a las afueras de Salt Lake City, junto con una casa y una vaca.
Mientras el tren se acercaba a la Ciudad de México, Sportsman y Little Ball le preguntaron sobre su esposa. Dempsey estaba casado con la actriz Estelle Taylor quien a última hora no pudo hacer el viaje debido a la firma de un contrato en Hollywood. El otro tema fue la supuesta nariz de parafina del campeón. Dempsey autorizó a los reporteros a decir que era falso que debido a los golpes su nariz quedara tan destrozada que un cirujano plástico le había hecho una de cera. Para comprobarlo, Sportsman apretó con fuerza la nariz del campeón. La encontró “más fuerte que una roca”.
Conforme se acercaban a la estación Colonia, Dempsey y sus acompañantes, los sparrings-partners, Jack Lee y Jack League, su secretario particular, Jimmie Fitten y el presidente de la comisión de box de Estados Unidos, el señor De Gress, se alistaron para la llegada. Cuando el tren entró a la estación, los gritos de la multitud opacaron el ruido de la máquina y de las ruedas sobre los rieles. Era ensordecedor el rumor de la multitud. Los carteles que anunciaban la exhibición que Dempsey ofrecería el 31 de octubre en el Toreo de la Condesa no se equivocaban cuando hablaban de un “acontecimiento único en la historia de México”.
Sin entender qué estaba pasando, Dempsey se asomó a través de la ventilla para darse cuenta de que la estación Colonia estaba ocupada por miles de personas que gritaban una y otra vez su nombre. Jack Dempsey, “el asesino de Manassa”, el hombre que casi había matado a Jess Willard en el primer round de la llamada “Carnicería de Toledo”, y quien derribara siete veces, también en el primer round, a Luis Firpo, “el toro salvaje de las pampas”, se quedó paralizado frente a la multitud que entre gritos y porras le pedía que bajara del vagón. Eran las 6:40 de la tarde. Desde hacía varias horas más de diez mil personas esperaban la llegada del campeón de los pesos pesados. A pesar de que el 14 de septiembre de 1923 más de noventa mil personas abarrotaron Polo Grounds para ver la primera pelea del siglo protagonizada por Dempsey y Firpo, esta vez, en suelo mexicano, el campeón norteamericano tuvo miedo de que la multitud lo destrozara.
Dempsey pensó que lo mejor era hablar directamente con la gente, apelar a su sentido común y pedirle que se retirara en orden. Se asomó a través de la portezuela y cuando logró que la multitud se callara, agradeció las muestras de cariño y luego les pidió que se fueran, pues no quería que alguien resultara lastimado. Sin embargo, tras escuchar la traducción del mensaje del “marqués de Queensberry”, el gentío respondió con más gritos y entusiasmo. Hacía falta algo más que sus palabras para sacarles de la cabeza la idea de llevarlo en hombros hasta su hotel. Preocupado, Dempsey regresó al vagón. Sus dos gigantescos sparrings, Jack Lee y Jack League, y el señor De Gress también estaban preocupados. En la estación no había un solo policía. Salir por la puerta principal era un suicidio.
A De Gress, quien por cierto lucía bastante alterado por la situación, se le ocurrió que la mejor manera de escapar era por medio de un engaño. Había que hacerle creer a la multitud que el campeón bajaría por el primer vagón, cuando en realidad lo haría por el pulman. Es probable que el secretario particular se encargara de buscar un coche de alquiler que esperaría a Dempsey y a Jack Lee afuera de alguna de las puertas que daban hacia la calle de Sullivan, para llevarlos hasta el Hotel Regis, en Avenida Juárez. Cuando todo estuvo preparado, Dempsey se encaminó hacia el primer vagón, sacó su cabeza a través de una de las ventanillas y gritó “¡Viva México!”, atrayendo al gentío y exaltando aún más su ánimo. Después corrió a lo largo del tren hasta el pulman, del que seguramente debió de salir cubriéndose con el sombrero. Abordó un “fordcito”, dejando por algunos segundos sorprendido al chofer, quien al reconocer al pasajero supuso que realizaría la más importante e inolvidable de sus dejadas. No le faltó razón para pensar así.
Antes de que el coche llegara al Paseo de la Reforma alguien descubrió el engaño. Al grito de “¡Por aquí va Dempsey!”, las diez mil personas se lanzaron como una avalancha afuera de la estación hasta darle alcance el fordcito. Lo que siguió después se describe en la crónica del Excélsior como “una nube de langostas” que literalmente cayó encima del coche. Las portezuelas salieron volando por los aires, después los faros y los espejos, siguieron las llantas que no soportaron el peso de la multitud ni sus embates. En el colmo de la euforia, la gente arrancó los asientos y el toldo, ante la mirada descompuesta de un Jack Dempsey y su sparring que no sabían si empezar a repartir golpes para salir de aquel infierno de brazos o dejarse llevar por la marea humana. Dempsey perdió el saco, el sombrero y el fistol. Cuando reaccionó, lideraba una ruidosa procesión que congestionaba los dos sentidos de la más famosa avenida mexicana. Un sujeto le llevaba en hombros, cientos más le tocaban las piernas, otras le arrojaban sombreros a la cara. Por su parte, Jack Lee se abría paso entre las personas tratando, inútilmente, de proteger a su patrón.
En el cruce de Avenida Juárez y Reforma, justo a la altura del “Caballito”, sucedió un verdadero deus ex machina: cincuenta jinetes de la policía montada cabalgaron hacia la marcha. Al pie de la estatua ecuestre de Carlos IV sometieron a la multitud, uno que otro oficial sacó la pistola y en medio de dimes, diretes y algunas patadas y empujones, tras media hora de forcejeos, la tropa les arrebató a Dempsey. En ambos flujos de la avenida la circulación se interrumpió, paralizando el paso de los tranvías. “La aglomeración que se formó…”, decía en el periódico al día siguiente, “no tiene precedente en la historia de la ciudad”.
Al mismo tiempo, el señor De Gress llegó a la escena en un vehículo Chrysler. Con el campeón sano y salvo, atravesaron Reforma, se internaron por Avenida Juárez hasta llegar al Hotel Regis, cuyas inmediaciones se encontraban rodeadas por más policías que contenían el intento de la muchedumbre por tomar el lobby del hotel. Una vez en la recepción Dempsey fue llevado a su habitación, la 436. Aunque las crónicas de la época cuentan que el campeón salió al balcón para saludar a la multitud, probablemente primero se recuperó de la impresión, se cambió de ropa y entonces se dejó acariciar por las potentes luces de los reflectores colocados en la acera de enfrente. “Muchachos, viva México”, gritó.
Al día siguiente, Dempsey fue a saludar a James R. Shefield, embajador de Estados Unidos en México. De la calle de Niza, sitio donde se hallaba la embajada, se trasladó a las oficinas del Excélsior. No se aprendió la lección de lo ocurrido en la estación Colonia: las instalaciones del periódico estaban invadidas, lo mismo que la calle de Bucaleri por cinco mil personas que ya lo esperaban. Apenas vieron llegar el Chrysler, volvieron a abalanzarse para tocar al campeón que a pesar de perder otro traje no dejó de sonreír y de agitar la mano. Al entrar al edificio, la marcha hacia el elevador resultó una verdadera proeza.
Dempsey tardo más de dieciocho minutos en recorrer escasos veinte metros.
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